Estoy volviendo a escribir. Estas fiestas me ha dado por un pequeño cuento gótico... A ver qué tal.
El caso es que el otro día les pasé el borrador del arranque a unos amigos, y aproveché para remitir también otros textos, como esta historia de miedo. A mí no me molaba demasiado, pero resulta que es la que más éxito está teniendo.
Si existe un dios, espero que algún día me perdone, porque he mandado a un hombre a un lugar peor que la muerte. Soy padre de familia y si juego, de verdad, es para procurar algo de dinero para mis hijos. Y suelo ganar.
Pero he perdido una mano ganadora. No tengo cómo pagarla. Desde entonces, llevo tres días sin poder dormir, temeroso de lo que me pueda pasar. ¿El embargo? No tengo nada. ¿Entonces la cárcel? Eso destrozaría mi familia. ¿Y si pacto con el usurero? No creo que tenga otra cosa que mi vida que ofrecerle, y la va a preferir mi dinero.
Quedé con él, para pagarle, en el Tránsito, junto a la ermita abandonada de los monjes. Las extremidades me temblaban de la tensión y la falta de sueño. El corazón me reventaba en cada latido. El dolor de garganta apenas me dejaba tragar mi amarga saliva. Mientras esperaba, la luna se ocultaba tras las nubes sobre San Cristóbal, y el frío se colaba sin oposición a través de mi abrigo. El paseo me abrumaba. Sentía su peso sobre el alma. ¡Sólo de pensar lo que allí existe! De pronto me sentí muy pequeño, como aplastado por el infierno.
El usurero y su acompañante me sorprendieron cuando mis ojos estaban a punto de salir de sus ensangrentadas órbitas. A modo de saludo, recibí el primer golpe, por si pensaba escabullir el pago, y un aviso de que podía no regresar entero a casa.
-¡No! ¡No! ¡Pagaré! ¡Sé dónde encontrar mucho más dinero del que te debo!
Subí con dificultad la cuesta hasta San Cristóbal. No era la debilidad, era el miedo lo que me impedía acercarme. ¡Hacía tantos años! Pero encontré los túneles sin dificultad.
-Aquí, aquí. Os aseguro que hay un tesoro –afirmé tras una nueva amenaza.
Temerosos, me siguieron al interior. El frío aire helaba nuestro espíritu. Apenas me costó orientarme entre los túneles; sólo tenía que ir hacia al lugar del que mi corazón quería huir con todas sus ganas. Mis acompañantes comenzaron a sentir primero una intranquilidad que poco a poco se convirtió en horror. En un par de cruces, dudaron de mi cordura y de seguir adelante. Pero sólo la avaricia del usurero y el miedo que hacia él tenía su mano derecha les hizo continuar.
Al final del paseo de San Cristóbal, casi en San Torcuato, existe uno de esos viejos caserones toledanos cerrados. Apenas unas mínimas ventanas, cerradas a cal y canto, y un enorme portón de acero lo separaban del exterior. Para cualquier extraño, podría pasar por una de esas clausuras aisladas del mundo. Para mí no. Yo viví cerca de muy joven. Se dice, y yo confirmo, que aquel que duerme cerca, siempre sueña con sangre.
Además, yo sé cómo entrar. Después de horas o días, quién sabe, andando, llegamos a la puerta. Empujé la palanca que la movía y, como esperaba, la casa se cobró a la persona que tenía más cerca, a mi adeudado. Su compañero no supo hacer otra cosa que salir corriendo. Afectado por lo que sintió más que vio, al cabo de unos días terminó siendo acusado de la desaparición de su jefe. Como decía, yo sé cómo entrar, pero también sé que nadie ha salido de la casa jamás.
El caso es que el otro día les pasé el borrador del arranque a unos amigos, y aproveché para remitir también otros textos, como esta historia de miedo. A mí no me molaba demasiado, pero resulta que es la que más éxito está teniendo.
Si existe un dios, espero que algún día me perdone, porque he mandado a un hombre a un lugar peor que la muerte. Soy padre de familia y si juego, de verdad, es para procurar algo de dinero para mis hijos. Y suelo ganar.
Pero he perdido una mano ganadora. No tengo cómo pagarla. Desde entonces, llevo tres días sin poder dormir, temeroso de lo que me pueda pasar. ¿El embargo? No tengo nada. ¿Entonces la cárcel? Eso destrozaría mi familia. ¿Y si pacto con el usurero? No creo que tenga otra cosa que mi vida que ofrecerle, y la va a preferir mi dinero.
Quedé con él, para pagarle, en el Tránsito, junto a la ermita abandonada de los monjes. Las extremidades me temblaban de la tensión y la falta de sueño. El corazón me reventaba en cada latido. El dolor de garganta apenas me dejaba tragar mi amarga saliva. Mientras esperaba, la luna se ocultaba tras las nubes sobre San Cristóbal, y el frío se colaba sin oposición a través de mi abrigo. El paseo me abrumaba. Sentía su peso sobre el alma. ¡Sólo de pensar lo que allí existe! De pronto me sentí muy pequeño, como aplastado por el infierno.
El usurero y su acompañante me sorprendieron cuando mis ojos estaban a punto de salir de sus ensangrentadas órbitas. A modo de saludo, recibí el primer golpe, por si pensaba escabullir el pago, y un aviso de que podía no regresar entero a casa.
-¡No! ¡No! ¡Pagaré! ¡Sé dónde encontrar mucho más dinero del que te debo!
Subí con dificultad la cuesta hasta San Cristóbal. No era la debilidad, era el miedo lo que me impedía acercarme. ¡Hacía tantos años! Pero encontré los túneles sin dificultad.
-Aquí, aquí. Os aseguro que hay un tesoro –afirmé tras una nueva amenaza.
Temerosos, me siguieron al interior. El frío aire helaba nuestro espíritu. Apenas me costó orientarme entre los túneles; sólo tenía que ir hacia al lugar del que mi corazón quería huir con todas sus ganas. Mis acompañantes comenzaron a sentir primero una intranquilidad que poco a poco se convirtió en horror. En un par de cruces, dudaron de mi cordura y de seguir adelante. Pero sólo la avaricia del usurero y el miedo que hacia él tenía su mano derecha les hizo continuar.
Al final del paseo de San Cristóbal, casi en San Torcuato, existe uno de esos viejos caserones toledanos cerrados. Apenas unas mínimas ventanas, cerradas a cal y canto, y un enorme portón de acero lo separaban del exterior. Para cualquier extraño, podría pasar por una de esas clausuras aisladas del mundo. Para mí no. Yo viví cerca de muy joven. Se dice, y yo confirmo, que aquel que duerme cerca, siempre sueña con sangre.
Además, yo sé cómo entrar. Después de horas o días, quién sabe, andando, llegamos a la puerta. Empujé la palanca que la movía y, como esperaba, la casa se cobró a la persona que tenía más cerca, a mi adeudado. Su compañero no supo hacer otra cosa que salir corriendo. Afectado por lo que sintió más que vio, al cabo de unos días terminó siendo acusado de la desaparición de su jefe. Como decía, yo sé cómo entrar, pero también sé que nadie ha salido de la casa jamás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario